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El poder del Chacho

El asombro fue grande al reconocer en el cadáver a Pintos, operándose un movimiento general de conmiseración. Al fin y al cabo Pintos había tenido perfecta razón de hacer aquello, puesto que Quiroga lo había herido en su honor y en sus sentimientos. Y los mismos que antes reían de Pintos por la mansedumbre con que había aceptado su afrenta, tuvieron por él un sentimiento de tardío respeto. El había tratado de vengarse de la manera que había creído más segura, y si había sido desgraciado en la empresa no era suya la culpa. Sólo asesinándole había creído vengarse y lo había intentado con toda la convicción de su alma. La suerte no lo había ayudado, pero por eso mismo era más digno de respeto y de lástima.
Aquella muerte era para La Rioja la voz de alarma que le prevenía de un gran peligro. El hogar y el honor de todos quedaban a merced de Quiroga que castigaría al que no quisiera dejárselos arrebatar de la manera tremenda que había castigado a Pintos. Quiroga se hacía dueño así de las mujeres cuya belleza golpeara sus sentidos; y como en La Rioja todas las mujeres eran más o menos bellas, todos sintieron el peligro de cerca.
¿Y quién podría defenderse contra aquel hombre cuyo prestigio era inmenso y sostenido por el gobierno, que era un ser sumiso a todos sus caprichos? Intentar una venganza personal era exponerse a lo que le había sucedido a Pintos. Pensar en un movimiento colectivo era un disparate, porque contra Quiroga no podrían reunir elementos de gente ni armas. Así se aceptó la muerte desgraciada de Pintos, no atreviéndose nadie ni siquiera a dejar traslucir el pesar que le había causado.
-Si yo hubiera sabido que era Pintos -decía Quiroga- me hubiera contentado con pegarle unas patadas, porque no merecía otra cosa, pero yo no podía sospechar que él era. Sentí que alguien me apuñalaba por la espalda, e hice lo que cualquiera hubiera hecho en mi lugar; le sacudí con lo que tenía en la mano y en seguida le pegué con la misma arma con que él me había pegado, sin meterme a averiguar quién era. ¡Pobre Pintos! El tiene la culpa, porque yo nunca pensé en hacerle el menor daño, aunque bien hubiera merecido una buena rebenqueadura para que no se metiera a zonzo.
Cuando Angela supo que el muerto era su marido, lloró amargamente mostrándole la falta de cumplimiento a su palabra de no hacer el menor daño a Pintos.
-¡Pero si yo no sabía que era él! -exclamaba Quiroga, seriamente mortificado por el pesar de Angela-. ¿Cómo me iba a suponer que ese imbécil estuviera en La Rioja cuando lo creíamos en Santiago? Nada puedes reprocharme sino el delito de no ser adivino.
Pero Angela seguía llorando amargamente, comprendiendo que ella era la única culpable de aquella muerte, por su conducta liviana y punible.
-Dime -preguntó Quiroga, buscando en su imaginación los argumentos necesarios para consolar a Angela-, entre Pintos y yo, ¿a quién prefieres?
-Sabes que te amo con toda mi alma, y que el pobre me era tan indiferente, que desde que se fue no tuve para él más que un remoto recuerdo.
-¿Hubieras preferido que Pintos me hubiera muerto o que las cosas hayan concluido con su muerte?
Por toda contestación Angela echó los brazos al cuello de Facundo y lo oprimió estrechamente.
-Pues para librarme yo de la muerte, era preciso que matase al que venía a asesinarme, y que me había herido ya de gravedad. De otro modo hubiera sido mi cadáver y no el de Pintos el que hubieran traído a La Rioja.
Angela secó sus lágrimas y selló con un beso, leve como una brisa, la boca gruesa y ardiente de Facundo.
-Tú no tienes la culpa de lo que ha sucedido, ni la tengo yo mismo que ignoraba quién me venía a asesinar. Sólo él es el culpable, él que ha venido a asesinarme con toda cobardía y premeditación, él que si no soy yo quien soy, te hubiera traído mi cadáver para gozarse en tu desesperación. No llores, Angela mía, pues ese hombre venía a hacernos todo el mal posible. Muerto yo, a su lado hubieras llevado una vida de infinitos martirios, pues está visto que ese hombre era un cobarde, y sabe Dios lo que hubiera hecho contigo. ¿Y quién te hubiera protegido, entonces, cuando tu Facundo estuviera bajo tierra?
Quiroga la había tomado por el lado sensible y la había convencido por completo. Angela se echó en los brazos de Facundo y lloró, pero no ya de pena por la muerte de Pintos, sino de satisfacción al ver salvo a su amante y verse libre ella misma de la amenaza que en su contra representaría siempre su marido. Lo que más seriamente le afligía era que la familia de Pintos fuera a echarle la culpa de su muerte.
Quiroga curó rápidamente; su carnadura privilegiada, como la de Sandes, cicatrizaba al momento. Y siguió instalado en casa de Pintos como su único dueño.
Los sucesos de la política de Rosas empezaron a precipitarse y Quiroga fue llamado a Buenos Aires. Lavalle y La Madrid por un lado y Paz por otro eran para el tirano una amenaza de muerte. Era necesario formar en el interior un ejército respetable, y nadie más a propósito para ello que Facundo Quiroga. Con López en Santa Fe y Quiroga en las provincias del Norte no había quién pudiera contrarrestarlos. Rosas daría a Quiroga armas y planteles para formar sus cuerpos, y Quiroga, como se ha dicho, le respondía de un ejército de 5.000 hombres por lo pronto y 10.000 más adelante.
Quiroga no quiso abandonar su cuartel general de La Rioja mismo, y mandó llamar al Chacho, haciéndole decir que montara las milicias de la Costa Alta, y se viniera con ellas a la ciudad. El Chacho obedeció en el acto, y como sus milicianos estaban siempre prontos a la primera orden, los hizo montar en el acto, marchando con ellos a La Rioja.
Grande era la prueba de confianza que iba a darle Quiroga, pues iba a dejarlo en La Rioja como a sí propio, dándole instrucciones delicadísimas. El no sabía cuánto tiempo demoraría en Buenos Aires, y temía que durante su ausencia los gobernadores de Catamarca, La Rioja y Santiago se aliaran para ir en su contra y arrebatarle su prestigio.
-Yo me voy al llamado del general Rosas -le dijo-, y usted va a quedar en mi representación, respondiéndome que la situación actual no será alterada. Es preciso sostener el gobierno actual mientras él marche de la misma manera. De lo contrario, es preciso derrocarlo y que usted asuma el gobierno hasta que yo regrese. El poder militar de La Rioja queda a sus órdenes inmediatas y todo lo que de mí dependa; con esto, su prestigio propio, y la conciencia de que obedece mis órdenes, no habrá quien se atreva a oponérsele.
-Puede irse, coronel, con la ciega confianza de que encontrará a La Rioja y Catamarca en la misma situación en que las deja. Mantendré en ellas el orden y obligaré al gobernador a marchar de acuerdo con sus instrucciones.
Quiroga tenía en el Chacho una confianza ilimitada, sabía que cumpliría sus órdenes al pie de la letra y que se haría respetar, con sus buenos modos primero, y con todo rigor si por este medio no podía conseguir nada. El Chacho tenía ya un gran prestigio sin sus propias prendas, prestigio que, como se sabe, no se limitaba sólo a La Rioja, puesto que se extendía también a Catamarca.
Quiroga era más temido, nadie se hubiera atrevido a desobedecer una orden suya, pero el Chacho era obedecido de mejor voluntad, viéndole constantemente rodeado de oficiales prestigiosos, cada uno de los cuales respondían de grupos de hombres más o menos numerosos.
Quiroga reunió a toda la guardia nacional de la ciudad y los departamentos más próximos, para presentarles al Chacho como único jefe mientras durara su ausencia.
-Lo que el Chacho mande será obedecido al punto como si lo mandara yo mismo -dijo Quiroga en una forma de proclama-. El queda facultado a todo, y si alguno falta en la menor cosa, se entenderá conmigo a mi regreso, fuera de lo que el Chacho le haya hecho en justo castigo de su falta.
-¡Viva el Chacho! ¡Viva el Chacho! -gritaron de todas partes-. Y un entusiasmo indescriptible estalló en las filas de los milicos.
Y como si las autoridades de La Rioja fueran subalternas, del gobernador abajo, Quiroga les presentó al Chacho en la misma forma en que lo había presentado a los soldados.
-El queda representando mi autoridad, en lo que quiero decir que queda representando la del general Rosas; es preciso entonces que marchen de acuerdo, bajo la inteligencia de que lo que él haga será lo que yo aprobaré y lo que aprobará el gobierno de la Confederación.
Aquello era lo mismo que decir: dejo al Chacho de gobernador de La Rioja, y las autoridades acatarán la disposición, puesto que no tenían más remedio. Oponerse a lo que Quiroga mandaba era correr la misma suerte que el gobernador de Catamarca, así es que no había más que bajar la cabeza y someterse. Quiroga dispuso asimismo que la guardia nacional quedase movilizada para que con ella y las milicias de la Costa Alta pudiera el Chacho acudir inmediamente adonde fuera necesario.
Quiroga llevó al Chacho a la casa de Pintos, que era la suya, haciéndole la presentación de Angela como el tesoro más precioso que encerraba La Rioja.
-Ella es el alma de Facundo -le dijo-, y la única vida que hace latir mi corazón. No sería extraño que en mi ausencia alguien quiera turbar la paz de esta casa -le dijo con voz trémula-. En su caso me lo cuelga de un árbol y me guarda el esqueleto.
El Chacho, como toda la provincia de La Rioja, conocía la triste historia de Pintos, crimen que había reprochado desde el fondo de su corazón bueno y noble, pero Angela estaba ya con Quiroga, aquel estado de cosas había sido sancionado por la sociedad donde vivía, y no había más que aceptarlo. El Chacho no podía meterse a redentor de un muerto, mucho más desde que Pintos había sido muerto a consecuencia de la acción más cobarde: el asesinato alevoso.
-Esa señora queda tan segura como si usted estuviera con ella, coronel. El Chacho le responde no sólo de su persona, sino de la tranquilidad de su espíritu.
-Es la luz de mis ojos -decía Quiroga-. No tengo más amor sobre la tierra, y si no fuese por la incomodidad del supremo viaje, la llevaría conmigo. Pero quién sabe lo que el general Rosas quiere de mí, puede mandarme a algo apremiante y entonces tendría que dejarla en Buenos Aires, lo que sería mucho peor.
-Lo único que te pido es que no tardes -le decía Angela llorando-; lejos de tu lado la vida va a ser para mí una eterna congoja.
-No tardaré; el tiempo necesario para recibir las órdenes que quieran darme y regreso en seguida. Reposa en mi amor y en la seguridad de que me hallarás más amante que nunca.
A pesar de estar el Chacho en La Rioja, Quiroga permaneció allí más de una semana, para dejarlo con todo bien arreglado.
Peñaloza era un joven de una astucia infinita, astucia que había aguzado más todavía en sus últimos tiempos.
El cura Peñaloza, previendo los destinos a que su sobrino estaba llamado, le había dado nociones profundas de sociabilidad y aun de sana política, lecciones que el Chacho había aprovechado, porque las conceptuaba sanas y benéficas para él. De todas las autoridades de La Rioja puede decirse que era el Chacho el mejor preparado, pues su tío era un hombre de ilustración y de reposo que lo aconsejaría rectamente en cualquier caso de apuro.
Con la ausencia de Quiroga, La Rioja quedaba en mejores condiciones, puesto que dejaría de imperar la ley del capricho del caudillo, que era la única que imperaba. ¿Quién se atrevería a contradecirlo, ni observar las disposiciones por él tomadas? Era exponerse a recibir el estallido de su cólera.
A la salida de Quiroga todas las autoridades lo acompañaron hasta la frontera de Santiago, y el Chacho con tropas rigurosamente formadas en columna, le hizo honores. El regreso de la comitiva fue aú n más alegre, pues ya se veían libres de Quiroga, a quien todos temían.
El Chacho se instaló en casa de Quiroga, frente a la de Pintos, pero Angela lo hizo llamar a la suya para que se alojara allí y poder atenderlo como era debido. Pero el Chacho recusó la invitación con argumentos que Angela no podía rechazar.
-Usted es demasiado bella, niña -le decía-, yo soy joven aún y la gente tiene la lengua más larga que un maneador. Yo no tengo necesidad de que una habladuría vaya a disgustarme con el coronel y a provocar cuestión que nunca he tenido. Su casa puedo cuidarla desde allí como si en ella estuviera, no tenga por ella el menor cuidado, pero eso de venir aquí no es posible.
Angela comprendió aquellas razones y no insistió más. Su objeto al ser fina y atenta con el Chacho era contentar a Quiroga, pero se convenció de que lo mismo podía atenderlo desde su casa, sin dar lugar a hablillas ni chismes que pudieran traerle un disgusto.
El Chacho tenía toda la nobleza de su juventud vigorosa y simpática. Era un joven cuya barba empezaba recién a cuadrar su fisonomía viril y mansa, donde brillaban dos ojos de un negro intensísimo y de una soberbia belleza de expresión. Alto y delgado, era sumamente musculoso y ágil, lo que le daba una flexibilidad elegante y graciosa. La sonrisa eterna de sus labios suavemente ondulados, mostraba siempre aquella doble fila de dientes blanquísimos y perfectamente iguales, que daban a su boca un aspecto de fresca jovialidad.
Al saber que había quedado recomendado a Angela, los maliciosos rieron pensando que la escena de Pintos podía repetirse con Quiroga de una manera poco agradable para éste, pero la conducta reservada y seria del Chacho apagó bien pronto aquellas risas y aquellas sospechas tan poco favorables a Angela. La que ha faltado a su marido no es extraño que falte a su amante, decían, pero es que aun en la posibilidad de hacerlo, Angela no tendría con quien.
Cada dos o tres o más días, el Chacho hacía una visita a Angela, preguntándole en qué podía serle útil, pero se volvía a su casa poco después para volver a hacer lo mismo cuando lo creía prudente. Angela tenía pocos atractivos para el Chacho, o éste tenía demasiada amistad por Quiroga y no deseaba darle el más leve disgusto.
Desde que el Chacho se instaló en La Rioja, empezaron a lloverle visitas de todos lados, que venían a cumplimentarlo y a ponerse a sus órdenes de todos modos. Y el Chacho los recibía con todo agasajo, agradeciéndoles la atención y prometiéndoles ocuparlos en cuanto llegara la oportunidad.
El Chacho no ocupaba a nadie, aunque fuera su último soldado, sin pedírselo por favor, y sin hacer valer su influencia personal o el poder que le daba su posición. Su humildad llegaba al extremo de que, aun en la cosa de riguroso servicio, decía a sus soldados: hágame el favor, amigo, de hacer tal o cual servicio.
Así es que aquella gente, habituada a la brusquedad de Quiroga, que muchas veces no daba una orden sin acompañarla de una trompada, no tenía palabras con qué ponderar al Chacho y sus modos suavísimos. Y como sabían que no lo hacía aquello por debilidad ni por falta de valor, pues ya sabían qué clase de entrañas tenía, lo querían con locura y deseaban que Quiroga no volviera nunca para que quedara éste mandando en La Rioja.
Comprendiendo el gobernador que el Chacho era el único poder capaz de luchar con éxito contra Quiroga, había tratado de ganarle el lado, mostrándosele su amigo y visitándolo con frecuencia. Cuando creyó que el Chacho era completamente suyo, empezó a hablarle mal de Facundo, diciéndole que era un monstruo a quien era preciso aplastar antes que tomara más poder. "A usted lo sigue toda La Rioja y gran parte de Catamarca; nosotros lo ayudamos y usted puede ocupar entonces la posición más fuerte y respetable de las provincias del Norte."
-Mire, amigo -dijo el Chacho, desde que se sintió pinchado por el gobernador para ir contra Quiroga-, no me busque por este lado, porque yo no soy lo que usted puede haber creído. Soy amigo de Quiroga sobre todas las cosas -le dijo-, porque él lo merece y porque como amigo leal se ha portado conmigo toda la vida. A él le debo la posición que tengo y he de guardarle la más profunda consecuencia, cualesquiera sean sus pretensiones. Yo soy leal, amigo, y como leal le digo que no intenten nada contra Quiroga porque en el acto me tendrían a mí encima.
El gobernador comprendió que había dado un golpe en falso, pero era ya tarde para retroceder. Miró con recelo al Chacho, pues pensó que éste lo descubriría cuando viniera Quiroga, y presintió que en el Chacho tenía ya un enemigo y un fiscal de sus acciones.
-Por mí no esté receloso, amigo mío -le dijo-, pues conforme soy leal para con el coronel Quiroga, lo seré para usted mismo. Lo que usted me ha dicho ahora, no lo sabrá jamás de mi boca ni el coronel Quiroga, ni nadie, puede estar seguro. Pero por ahora y mientras él no esté en La Rioja no intenten nada, no den el menor paso contra Quiroga, porque les iría encima con todo el rigor de que soy capaz. Yo le he respondido de la paz de La Rioja, de Catamarca y aun de Santiago mismo, y tengo que mantenerla a toda costa hasta que él venga. Una vez que vuelva y yo deje de representarlo, hagan ustedes lo que gusten, pero tengan muchísimo cuidado porque Quiroga es un hombre muy vivo y no van a poderlo engañar, además que todo movimiento contra él no podría dar un buen resultado porque todos lo temen y los mismos que estuvieran en su contra serían los primeros en obedecer su palabra y venir con él en contra de ustedes.
Con este motivo y comprendiendo todo el valor que tenían las palabras del Chacho, el gobernador desistió de toda tentativa contra Quiroga y se hizo más amigo que nunca de Peñaloza. Tal vez, de todos modos los acontecimientos políticos llamarían a Quiroga a otro teatro, y La Rioja quedaría en poder del Chacho a quien todos querían y respetaban.
El cura Peñaloza, que era hombre muy rico, relativamente a aquellas provincias miserables, había enviado al Chacho mil pesos, para que pudiera atender con lujo sus necesidades mientras durara la ausencia de Quiroga.
-De todos modos lo que yo tengo es tuyo, porque a ti ha de venir a parar cuando yo me muera -solía decirle-. No pases ninguna necesidad y pídeme lo que quieras, que mi deseo es que hagas una buena figura.
Y aquellos mil pesos fueron empleados por el Chacho, no en su persona que nada necesitaba, sino en atender las necesidades de sus soldados y oficiales más pobres. Estos, en sus mayores apuros acudían al Chacho como quien acude a un padre, en la seguridad de que teniendo el Chacho, no los había de dejar en apuros. Y así más tardaban ellos en hacerle el pedido, que él en complacerlos.
La fama de su generosidad había cundido al extremo de que de los departamentos más lejanos se costeaban las familias hasta La Rioja para implorar la ayuda del Chacho, porque tenían la seguridad de no volver con las manos vacías. Así los mil pesos que recibió el Chacho de su tío se fueron en dádivas y prestadas que nunca serían devueltas, pero el prestigio del joven caudillo había aumentado de una manera fabulosa.
Cuando ya no tenía qué dar, daba sus prendas y hasta sus mulas mejores para que fueran empeñadas, pues teniendo él algo que dar no le gustaba que ninguno pasara necesidades. Estas noticias llegaban hasta el cura Peñaloza que aplaudía el desprendimiento de su sobrino, remitiéndole dinero para que desempeñara sus prendas o mulas.
Por las mañanas el Chacho salía a pasear por los alrededores de La Rioja, con cuidado de dejar en casa de Angela dos asistentes de mayor confianza. Y aquí un cuarto; allí un peso y más allá dos reales, cada paseo de estos le costaba ocho o diez pesos, verdadero caudal en aquellos tiempos y en aquellos parajes.
Si las autoridades cometían alguna injusticia con alguien, al momento venía la queja al Chacho, quien se empeñaba hasta que el de la injusticia quedaba en libertad. Pudiendo imponerse por su posición y por los medios que tenía a su alcance, siempre intercedía pidiendo la libertad del preso como un favor especial, de modo que las autoridades inferiores o superiores no tenían inconveniente en hacer lo que les pedía, puesto que el empeño no revestía un carácter de imposición que rebajara la autoridad del funcionario.
Por la noche el Chacho armaba tertulia con sus subalternos que se venían a reunir en su casa a pasar un rato agradable. Allí se jugaba al truco o a cualquier otro juego de naipes, pero sin interés, porque el Chacho jugaba sólo para matar el rato y sin que las cartas tuvieran para él mayor aliciente.
Las familias lo buscaban para que las visitara, pero el Chacho huía como del diablo de las etiquetas sociales; odiaba cordialmente los cumplidos y no podía soportar la falta de confianza que reina en las visitas de cumplimiento. Sólo visitaba tres o cuatro casas con cuyos dueños había estrechado relaciones, y la casa de sus oficiales y soldados, donde no tenía que andar con cumplidos y encogimientos.
Así los subalternos no veían en el Chacho un jefe sino un amigo ante quien podían abrirse con la mayor franqueza. Porque el Chacho había logrado este dificilísimo resultado que había de hacer de él lo que fue más tarde: inspirar confianza, cariño y profundo respeto.
Las jóvenes de La Rioja que miraban en el Chacho un partido soberbio, le hacían sus inocentes agasajos, solicitando su presencia en sus fiestas y reuniones. El Chacho, cuando no tenía cómo saciar el cuerpo, asistía a ellas, pero no galanteaba a ninguna, aunque algunas había que le gustaban, sin duda. Como por el momento estaba decidido a no casarse no quería festejar a ninguna, ni hacer caso a las indicaciones que en este sentido le hacían los amigos.
-¿Qué, no te gusta ninguna? -le decían empujándolo hacia las más bellas.
-Por el contrario -respondía picarescamente-, me gustan todas de tal manera que no quiero dar la preferencia a una, por no renunciar a las demás. Todas son más lindas que todas, y como yo no soy más que uno solo, preferir a una es para inhabilitarme con las demás. Así me encuentro mejor y puedo mirarlas a todas con igual libertad.
Así pasaba su vida, repartiéndola entre sus amigos y entre sus soldados que lo querían con locura. Este cariño era tal que muchísima gente que no pertenecía ni a la guardia nacional ni a las milicias de Costa Alta, únicas fuerzas movilizadas, rodeaba al Chacho y no salía del cuartel, prestando todo género de servicios.
El Chacho les había dicho desde el principio que no necesitaba más gente, que se fueran a sus casas, que él los llamaría en caso de necesidad. Pero ellos le habían respondido que se encontraban muy bien a su lado y que no pensaban moverse de allí.
Como quienes vienen a un paseo, tanto de Huaja como de Malligasta y otros departamentos, venían los grupos de paisanos a visitar al Chacho y a pasar dos o tres días en compañía suya. El les hacía regalos de dinero y de animales, con lo que se retiraban felices y llenos de orgullo; por servir al Chacho no había sacrificio que no se sintieran capaces de hacer. Así, en cuanto el Chacho lo hubiera necesitado, habría tenido dos mil hombres a su alrededor.
Los enemigos de Quiroga y los que deseaban que el caudillo no adquiriera más poder, veían con satisfacción profunda la preponderancia que iba adquiriendo el Chacho y el crecimiento fabuloso de su prestigio, porque aquel sería el único elemento que en caso dado podrían oponer a Quiroga. Pero con desesperación profunda veían también que esta esperanza sería irrealizable, porque todos aquellos elementos, hasta su persona misma, el Chacho los pondría al servicio de la causa que precisamente querían combatir. El Chacho era un hombre de una inquebrantable lealtad, estaba estrechamente ligado con Quiroga y no había que pensar en que faltara a esta lealtad ni abusara siquiera de la confianza que aquél había depositado en él.
Así los elementos que por medio del terror había adquirido Quiroga y los que por el cariño había adquirido el Chacho, se juntaban para servir a la más infame de las causas y consolidarla en las provincias de una manera inconmovible.
Angela veía al Chacho con sumo agrado, porque sus modos suaves y cariñosos contrastaban tanto con las maneras bruscas y hasta cierto punto groseras de Quiroga, aun para ella misma a quien el caudillo se esmeraba en complacer. Y lo hacía invitar con frecuencia a comer con ella o a pasar un momento en su compañía. El Chacho aceptaba e iba cuando le parecía prudente, pues no quería tampoco provocar una enemistad en la joven, que pudiera dar lugar al menor disgusto.
Todos se llevaban bien con el Chacho, todos lo querían y todos deseaban que la ausencia de Quiroga se prolongase el mayor tiempo posible, ya que no se veían nunca libres de él. Estando lejos, cometería sus iniquidades por otra parte, no acordándose de La Rioja para nada. Pero Facundo no podía tardar, puesto que en Angela había dejado su vida en La Rioja. Cuando antes no había venido es porque materialmente no le había sido posible. Pero ya lo tendrían allí más soberbio y más bárbaro que nunca; no tendrían mucho que esperar.